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La primera edición,
para distribución gratuita, de estos textos
se realizó (en formato de minilibrillo) en ocasión
de uno de los espectáculos organizados por
abrelabios
en el Pub Yulelé,
de la ciudad de Montevideo, Uruguay
en el mes de junio de 1996.
defensa de los sueños
©
Sylvia Lago
©
EdicioneS PirataS
1ª edición - junio de 1996
2ª edición - noviembre de 1999 (primera en HTML)
Ilustración de fondo y referencia:
pintura de la serie EntreMANOS del duraznense "Rayo"
Ferreira
Ilustración del enlace con la
primera página
de la serie de EdicioneS PirataS: detalle de pintura de Alina Di
Natale Piazza
Idea, corrección, diagramación y
distribución: abrelabios
abrelabios
son Zenia García, Soledad Lepeyián y
Wilson Javier Cardozo
Ojalá
seas el lector
que este libro aguardaba.
J.L.
Borges
Agradecemos sus comentarios
a nuestro correo electrónico:
Usamos esta ilustración por
gentileza de su autor, el duraznense "Rayo"
Ferreira.
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Soñar con flores
Las
personas no mueren
quedan encantadas.
Joao Guimaraes Rosa
Era distinta,
aquella flor. Era una flor carnal, de pétalos abultados y
rojos como una boca de mujer sensual; su corola, convexa, se
parecía a la caparazón de una tortuga. La sustentaba un tallo
demasiado frágil, se diría que a punto de quebrarse. Emergía
de él una ramita que se curvaba delicadamente para, justo
delante de la flor, sostener un pequeño espejo de luz. La flor
tenía dos grandes ojos color azufre; cada tanto se abrían para
que pudiera contemplarse en aquel círculo restallante que le
devolvía su imagen. En su ostracismo, lejos de otras flores,
ella buscaba su propia belleza. Pero lo que veía no la hacía
feliz.
Sus gruesos
labios erubescentes, y aquellos pétalos como mejillas
humanas que semicubrían la corola y se teñían, de pronto, de
arrebol, la avergonzaban. Entornaba los párpados y, en un
susurro, murmuraba: «Espejito, espejito de oro.»
Pronunciaba
esas palabras aunque ignoraba de dónde procedían: una fuerza
incomprensible la obligaba a decirlas. Las palabras no
desaparecían en el aire sino que se materializan para
trenzarse en su tallo, adosándose a sus pétalos,
obligándolos a mutar sus colores, que se volvían violáceos,
con tonos de dolor y de muerte. Un vaho amargo dañino,
comenzaba a emponzoñar el entorno. Pasaba mucho tiempo antes
que el aire se tornara límpido.
Al claro del
bosque donde la flor había crecido, se aproximaba entonces
una nube de mariposas que revoloteaban en silencio, agitando
sus alitas de leves transparencias ambarinas. O, a veces, un
abejorro venía, zumbador; ante su presencia cercana, la flor
se replegaba y aquella manecita verde que surgía del tallo
escondía el espejo entre las hojas. Cuando la quietud
misteriosa del bosque -densa, como la de una casa
abandonada- volvía a imponerse, la flor, ya sola, otra vez
se enfrentaba a su imagen. Y rebrotaba su voz (aquel
susurro): «¿Cuál es la más linda?», preguntaba, sin
quererlo, su boca. Pero nadie le respondía.
Mientras, en
un remoto salón, la muchacha bailaba. Vestía un traje
polvoriento, con motas amarillas, desvaídas. Tres pasos, un
giro, dos pasos más, una reverencia, ante nadie. Por fin se
encontraba, de súbito, frente a un enorme espejo empañado,
que reflejaba, vanamente, su silueta.
Entonces
intentaba ajustar el lazo verde-malva que rodeaba su
cintura, pero, al ser tensado, la cinta se convertía en
ceniza. Elevaba la mano -casi traslúcida como las alas de
aquellas mariposas del bosque- para colocar en su sitio,
detrás de la peineta, un rizo que, al ser tocado, empezaba a
desvanecerse. El traje -hermoso, confeccionado especialmente
para ella: gasa, tules, encajes- se desceñía de pronto y,
como papel muy viejo, caía, desmenuzado, a sus pies.
¿Aquello era, pues, su cuerpo desnudo? ¿Una flor parecida a
una mujer, con un tallo parecido a una mano que sostenía un
círculo de luz parecido a una inmensa lágrima?
Ráfagas de
viento estremecen los árboles del bosque; abren, de pronto,
los postigos del ventanal de aquel salón abandonado. La flor
tirita. Circula por el ámbito el polvo de los siglos. Y las
viejas leyendas amordazan aquel cuerpo híbrido, que no es
flor ni mujer. Se mezclan las imágenes en la mente de una
niña que sueña ahora con una reina (perversa) que tiene
labios carmesíes y una princesa blanca, de cabellos oscuros
y boca de manzana envenenada.
El viento
-sabio, y también piadoso- barre, en medio del sueño, la
respuesta que musitó el espejo, tal vez para que nunca fuese
oída.
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Monstruos
Son
distintos, aunque a veces
se confunden
(de un cuento anónimo hindú)
Lo vio, el
hombre, con su lomo fosforescente entre los pastos altos del
abigarrado jardín que crecía en los fondos de la casa de
veraneo; semioculto en el conglomerado de verdes que los
abuelos llamaban así: «eljardín», aunque estuviera detrás -y
no al frente ni a los lados- de la espaciosa construcción de
madera, cerca de la playa, y terminara en un alto muro
cubierto de enredaderas enmarañadas.
En medio de
aquel revoltijo vegetal asomaba, enorme, su lomo redondeado,
tal cual lo había visto muchos años atrás, -o había creído
verlo- cuando el hombre era niño: ojos como de sapo (más
grandes, más tristes) colgajos de piel parda a los costados
de la boca, y dos exrañas alas monacales, de corneja,
oscuras e incongruentes (porque aquel gliptodonte no
volaba).
Quieto, como
adormecido a pesar de que exhibía sus pupilas muy abiertas,
parecía, para siempre, indefenso. ¿La indefensión de un
tiempo que no pasa y sin embargo lleva en sí al animal,
detenido en «eljardín» de los abuelos, trabado acaso por las
ramazones verde-negruscas, enredado en la trampa de las
plantas rastreras? ¿El, un extraño del lugar y de los
tiempos?
Y el
niño-hombre mirándolo fijo -observándolo- sin que el animal
pueda verlo; encaramado -el niño- en aquella rama poderosa
del roble, escondido: dos ojos espiadores, alertas.
El
hombre-de-ahora comienza a pensar cómo matar al gliptodonte.
¿Ensartarle en el lomo una lanza de piedra, cuya punta
filosa atraviese el carapacho duro, se hunda en las
vísceras? ¿Arrojarle dos flechas certeras que se claven en
sus ojos y, ya cegado, acometer contra él, buscar su
corazón, hundir en él la hoja fulgurante de aquel puñal con
aplicaciones de nácar en el mango, que le obsequiara el
abuelo cuando el niño cumplió doce años? No -razona el
hombre- todo eso puede ser peligroso. Un monstruo que
atraviesa los tiempos para instalarse en la maraña de un
jardín que ya no existe no es, por cierto, engendro de
confiar. Mejor sería asfixiarlo con gases venenosos. O
utilizar aquella ametralladora de ráfagas infalibles que,
según se comentaba en la familia, el tío mayor había
conservado desde la última guerra, cuando había integrado el
cuerpo de infantería.
Sí,
precisamente eso: una ráfaga rápida que acribillara el
cuerpo del monstruo. ¿Y si la costra del lomo resistía? Todo
esto -pensó el hombre- era asunto difícil.
Cerró los
ojos, entonces, y dejó de mirar a la bestia inmóvil entre
las hojas. De repente surgió, nítida, una olvidada imagen:
el niño se descuelga ágilmente del árbol en que se ha
trepado porque allí, entre la luz verdosa de la tarde y las
plantas, ha descubierto un escarabajo dorado. Brilla, el
insecto, como si fuera una pepita de oro. Se acerca a él
cautelosamente; su corazón golpea en el pecho, acelerado.
Crujen las ramas secas y el cuerpo resistente debajo de la
suela de su sandalia de verano. Cuando levanta el pie una
mancha oscura tiñe y humedece el lugar donde brillaba el
escarabajo. No es dorada, no, sino casi negra. Un repentino
vuelo de pájaros, entre las frondas, asusta al niño, que
regresa, corriendo, a la casa. Ha caído la tarde y todo está
silencioso. Se tiende en la cama y se duerme. El escarabajo
crece desmesuradamente. Ahora es un sapo hinchado,
maltrecho: un escuerzo que nunca cierra los ojos. Luego es
un hipopótamo, un paquidermo que dormita en las aguas
tranquilas de un río ignorado. Por fin, un gliptodonte con
su lomo fosforescente. Resplandece su cuerpo en medio del
lecho vegetal.
El hombre se
revuelve en la cama y antes de que estalle la ráfaga de
ametralladora siente que aquellos ojos se han movido -sólo
un poco, se han elevado- para espiarlo, para descubrirlo
oculto entre las ramas del viejo roble. Ya despierto, arroja
con furia el despertador contra el piso. No sabe bien por
qué lo ha hecho. Los números destellantes de la esfera
brillan sobre la alfombra; parecen, realmente, diminutos
escarabajos dorados. A pesar del golpe la campanilla,
furiosa, continúa sonando.
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Sylvia Lago
(Montevideo, Uruguay, 1932). Es Catedrática de Literatura
Uruguaya en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la
Educación y dirige el Departamento de Literatura Uruguaya
y Latinoamericana de esa Facultad. Su obra narrativa
comprende las novelas Trajano (1960), Tan
solos en el verano (1962), La última razón
(1970) y cuatro libros de relatos y cuentos: Detrás
del rojo (1967), Las flores conjuradas
(1972), El corazón de la noche (1985) y Días
Dorados, días en sombra (1996).
EdicioneS
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